Se despertó en la madrugada de un día trece. Estaba tumbado, rodeado de edificios, mirando al cielo, contemplando una vez más aquel espectáculo. Le encantaba ver cómo las estrellas paseaban a sus anchas, con una lentitud geológica, frente a sus ojos. Estiraba los brazos hacia el cielo -con las manos bien abiertas- y esperaba a que entre su mirada y el firmamento se interpusiera una estrella. En aquel momento, no dudaba un segundo en agarrarla y meterla en la caja que siempre le acompañaba.
Cuando dejaba constelaciones en aquella caja -sujetándolas con delicadeza, con las manos en forma de cuenco- podía verse cómo se derramaban el tiempo y algunas notas musicales entre sus dedos. Apresuradamente, ponía la tapa y subía corriendo a casa a guardar su nueva conquista en el cajón de las estrellas, donde se mezclaban constelaciones, nubes, caricias, palabras, la mitad de su corazón, y algún trozo de luna. Cerraba los ojos y soñaba con que ella volviera para poder derramar el contenido de aquel cajón secreto por todo su cuerpo.
Por algo le llamaban el coleccionista de constelaciones.