lunes, 20 de septiembre de 2010

Canciones del color de tus ojos.

Siguiente canción. "Walk by the man who sings a song to the street lights, ...". Vaya. Mi iPod y su reproducción aleatoria habían decidido que era el momento de acordarme de ti. Cerré los ojos, y me vi sentado en tu coche, parados en la calle que tantas veces nos había visto tras mi ventana. Desde el asiento del copiloto, miré a la izquierda, y cómo no, cantabas.

- Pareces una malotilla, ¡siempre con la música a todo volumen!
- "... and turns out everybody claps, they don't believe in cabs, they don't believe in cabs, ...".

Es posible que nunca te haya dicho lo guapa que estás cuando cantas y bailoteas porque te sale de dentro. Se te iluminan los ojos y se esboza una sonrisa preciosa en tus labios, en ocasiones de color rojo ruso.

- ¿Y si te beso, dejas de cantar? - Por si acaso, probaba.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Cinco y cuarto de la tarde.

 De repente recordó lo que sentía cuando os echabais la siesta en su cama, cómo te acurrucabas como un bebé y con tus dos manos agarrabas una de las suyas.

- Nunca conseguiremos dormir juntos, ¡das mucho calor! ¡Pareces una estufa!
- Anda, ¡calla ya y déjame cinco minutitos más! Todavía no son ni las cinco y diez, ¡hasta y cuarto no vale despertarme!

Echaba de menos tus despertares, tus besos, tus abrazos, tus caricias, y un lunar que por entonces era un secreto entre tú y él. Echaba de menos sentirse a milímetros de ti, poder escuchar tu respiración. Pero lo que de verdad echaba de menos era la sensación de tirarse en la cama, y poder quererte con toda plenitud. Poder quererte sin límites, sin razón; quererte hasta dejar pequeño el Universo.

Y aunque llegara a diario a la conclusión de que era imposible olvidar los dos hoyitos de tu espalda, los que le hacían, en una palabra, feliz, eran esos otros dos que se formaban en tu cara al sonreír cuando te decía alguna tontería, como por ejemplo, te quiero.

martes, 17 de agosto de 2010

El cajón de las estrellas.

Se despertó en la madrugada de un día trece. Estaba tumbado, rodeado de edificios, mirando al cielo, contemplando una vez más aquel espectáculo. Le encantaba ver cómo las estrellas paseaban a sus anchas, con una lentitud geológica, frente a sus ojos. Estiraba los brazos hacia el cielo -con las manos bien abiertas- y esperaba a que entre su mirada y el firmamento se interpusiera una estrella. En aquel momento, no dudaba un segundo en agarrarla y meterla en la caja que siempre le acompañaba.

Cuando dejaba constelaciones en aquella caja -sujetándolas con delicadeza, con las manos en forma de cuenco- podía verse cómo se derramaban el tiempo y algunas notas musicales entre sus dedos. Apresuradamente, ponía la tapa y subía corriendo a casa a guardar su nueva conquista en el cajón de las estrellas, donde se mezclaban constelaciones, nubes, caricias, palabras, la mitad de su corazón, y algún trozo de luna. Cerraba los ojos y soñaba con que ella volviera para poder derramar el contenido de aquel cajón secreto por todo su cuerpo.

Por algo le llamaban el coleccionista de constelaciones.